En la presente colaboración, su autor, director de la Fundación Cultura de Paz
en Galicia, recuerda que, en la actualidad, la escuela tiene que afrontar nuevos y grandes desafíos, como son la interculturalidad, las desigualdades de género o la violencia, y aboga por una intervención de los educadores en nuevos ámbitos educativos
desde el convencimiento de que otra educación, con la paz como horizonte, no solo es posible sino irrenunciable.

Educando para hacer las paces

Manuel Dios Diz
Presidente del Seminario Gallego de Educación para la Paz y director de la Fundación Cultura de Paz en Galicia

UE   un   ilustre  médico  gallego,  Juan   Rof

Carballo, ya fallecido, quien en su maravilloso libro “Violencia y ternura[1] explicitó el concepto de “urdimbre afectiva”, esa red, ese mapa, esa cartografía de los afectos y de los sentimientos, forjado en primer lugar en la familia, con el cariño y el amor, luego reforzado en la escuela. Son los poderosos anticuerpos que nos protegen, que nos previenen, frente a las violencias, son su mejor antídoto.
El filósofo español, José Antonio Marina[2], insiste en sus publicaciones y en sus conferencias en que la ternura es incompatible con la prisa. Para el cariño, para construir el mapa de los afectos, necesitamos cuidado, calma, tiempo... precisamente lo que más nos falta en esta sociedad enloquecida.
José Antonio Marina, que tanto tiene estudiado la llamada inteligencia emocional, la nueva inteligencia, afirma, de una manera ciertamente provocadora, que la escuela no es inteligente, porque entre las componentes de la nueva inteligencia destaca la capacidad para resolver conflictos. Como la escuela dedica muy pocos espacios y tiempos a resolver conflictos, concluye Marina, la escuela no es inteligente.
Y con la misma provocación continúa interpelándonos al profesorado: ¿queremos centros educativos inteligentes o centros educativos estúpidos?[3].
María José Díaz  Aguado[4], que tanto ha investigado sobre la conflictividad y la violencia entre iguales, destaca varias paradojas de la escuela actual.
Por una parte, al tiempo que resalta que vivimos en una época de máxima información, especialmente en el mundo occidental, con una auténtica revolución en las comunicaciones, parece que existen más dificultades que nunca para entenderse, a uno mismo y a los demás, a los más próximos.
Una segunda paradoja tiene que ver con una escuela, se refiere a la escuela tradicional, que está al margen de la vida real, con el ojo puesto permanentemente en el espejo retrovisor, en el pasado, cuando nuestra tarea es preparar a las personas para el futuro. Muchas veces educamos al alumnado para un mundo que ya no existe, en unos valores, en unos comportamientos, en unas normas, que son pasado, que están superadas por la propia sociedad. Así, insistimos en la necesidad imperiosa de educar para la ciudadanía democrática a nuestros niños y jóvenes, imprescindible, más cuando estamos viviendo en tiempos de incertidumbre, de falta de referentes, de certezas, o precisamente por eso.
Además la escuela tiene que afrontar nuevos y grandes desafíos para los que, en muchos casos, no está preparada. Nos referimos al desafío de la interculturalidad, el desafío de las desigualdades de género o la violencia, una violencia que está en el lenguaje, que es verbal, que es gestual, pero que también es real, como el abuso o el acoso escolar, y que forma parte casi consustancial de la propia sociedad, la cultura de la violencia, la apología de la violencia, la legitimación de la violencia, el recurso a la fuerza para imponer criterios e intereses.
Los educadores y las educadoras para la paz estamos obligados a intervenir en nuevos ámbitos educativos, tanto en la educación formal como la no formal, la educación no reglada, y comprender que el ocio y el tiempo de descanso, por ejemplo, son también educativos.
Debemos, a su vez, dirigirnos a las familias, a los padres y a las madres, favorecer realmente su participación, destacar su labor, su enorme responsabilidad, sobre todo, en los primeros años, a la hora de transmitir valores positivos, hábitos de saber, interés por la vida, normas de comportamiento y de conducta, autoestima, esperanza, ilusión, optimismo.
Debemos tener presentes a los medios de comunicación y su enorme influencia, tejer complicidades con ellos para que se conviertan en difusores de los valores de una cultura de paz.
Y tener muy en cuenta las pantallas, las múltiples pantallas a través de las que también se educan (y se maleducan) nuestros hijos, nuestros alumnos, y desde la perspectiva de que la educación será cada vez más a lo largo de toda la vida, porque como afirma J. Delors[5], efectivamente, “la educación encierra un tesoro”.

Otra educación es posible

Creo sinceramente que los docentes debiéramos tener mucho más presentes los fines de la educación, incluso en un gran mural en un lugar destacado del aula, para no olvidarnos, para ser capaces de poner en cuestión nuestras rutinas, nuestras prácticas, nuestros contenidos, nuestras metodologías, al menos, de cuando en vez...
Todas las leyes educativas de los países democráticos, así como las grandes declaraciones internacionales, colocan en primer lugar, como gran fin de la educación, “el pleno desarrollo de la personalidad humana”. A su lado, aparecen fines tan relevantes como la formación en el respeto por los derechos y las libertades fundamentales, la adquisición de hábitos intelectuales y técnicas de trabajo, así como conocimientos... la capacitación para el ejercicio profesional, la formación en el respeto por la pluralidad lingüística y cultural, la formación para la paz, la cooperación y la solidaridad entre los pueblos, por citar tan solo algunos de los más significativos fines de la educación.
Sin embargo, lamentablemente, como sabemos, la realidad educativa actual, me referiré a España (y creo que es una descripción bastante extrapolable) se caracteriza por destacar, esencialmente, los saberes más académicos y racionales, las materias clásicas del currículum, la súper especialización, la división en compartimentos estancos  del saber en materias o asignaturas, los métodos más discursivos y verbalistas...
Olvidamos con demasiada frecuencia los componentes afectivo-emocionales, las relaciones interpersonales, la solución pacífica de los conflictos, el trabajo cooperativo...
Por eso algunos autores hablan de reinventar la escuela, de la necesidad y urgencia de una auténtica revolución educativa (José Antonio Marina) o de humanizar las áreas (Fernando González Lucini[6]) en la perspectiva de otra educación posible, una educación mucho más global, crítica, emancipatoria, no sexista, solidaria, cooperativa, que evite la exclusión, transformadora...
Y precisamente una de las bases fundamentales de esa nueva educación posible sería, sin duda, lo que llamamos el currículum de la no violencia, un modelo que tendría como centro, obviamente, desde nuestra perspectiva, los derechos humanos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Hoy aun nos sorprendemos cuando preguntamos a alumnos y alumnas de Magisterio (Facultad de Educación), en su último año de preparación para convertirse en maestros y maestras, sobre cuántos trabajaron alguna vez, en su larga experiencia como alumnado (infantil, primaria, secundaria, bachillerato, universidad) los derechos humanos en el aula. Las respuestas, hoy en día, siguen siendo descorazonadoras. En grupos de 30 alumnos, a penas cuatro o cinco levantan la mano para confirmar que en alguna ocasión trabajaron la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Incluso cuando preguntamos a futuros maestros que nos indiquen cuántos artículos creen que tiene la citada Declaración, sus contestaciones son de lo más curioso. Muchos piensan que los Derechos Humanos son como una Enciclopedia, con un sin fin de artículos, de tan difícil comprensión como lejanos de sus propias vidas...

Un buen diagnóstico

En consecuencia, la labor es mucha a la hora de difundir, sensibilizar, practicar los derechos humanos, sobre todo, para abordar la conflictividad y la convivencia en la escuela, para prevenir la violencia, el acoso, el matonismo, el machismo.
Antes que nada, debemos reconocer sus causas, hacer un buen diagnóstico de la situación de nuestro propio centro, de nuestra aula, del nivel de violencia detectable, teniendo muy presente su opacidad, y analizando el caldo de cultivo que la alimenta: la exclusión social, la injusticia, la violencia familiar, la ausencia de normas, la objeción escolar, la banalización de la violencia, la ausencia de modelos positivos y solidarios, la carencia de afectos y de sentimientos, las desestructuraciones familiares, la permisividad desmedida, la superprotección... al objeto de abordarlas, interviniendo, no mirando para otro lado, sino con acciones que afronten sus manifestaciones: el machismo, el matonismo, el sexismo, el racismo, la intolerancia, el pandillismo...
Entre los objetivos curriculares no violentos tendríamos que darle un mayor protagonismo al alumnado, educar y trabajar su autonomía y su responsabilidad, favorecer la integración de todos y de todas en el sistema escolar, promover cambios cognitivos, afectivos y de comportamiento, fomentar la empatía y el respeto, educar en los valores cívicos y democráticos, construir la democracia en la escuela, practicarla, colaborar más y mejor con las familias y con la sociedad, innovar, y cuidar con mimo el clima escolar.
Para romper el ciclo de la violencia debemos establecer vínculos afectivo-emocionales no violentos, apelar, como reiteramos, directamente a los sentimientos. Propiciar un compromiso explícito de no reproducir con los propios hijos o con el alumnado la violencia sufrida, en su caso. Y fomentar las habilidades para la resolución pacífica de los conflictos.
Para ello sería muy conveniente que los docentes nos hagamos, de vez en cuando, más preguntas a nosotros mismos, a nosotras mismas. Por ejemplo: ¿por qué un alumno o una alumna se aburren en clase, por qué promueven conflictos permanentemente?
¿Buscamos estrategias para integrarlos? ¿Los rechazamos, los excluimos, los marginamos?
¿Sabemos escuchar los docentes? ¿Practicamos la escucha activa?
Debemos continuar promoviendo la educación y la cultura de la paz entre el profesorado, en las aulas, en las familias, en los media, en las instituciones, en la sociedad, debemos convencernos de que tenemos que intervenir mucho más, rechazar la parálisis o la resignación.
Debemos establecer redes cada vez más poderosas, construir la sociedad civil global y mundializar los derechos humanos, la auténtica Biblia laica de la contemporaneidad.
Pero sobre todo, créanme, hacerlo con entusiasmo, con mucho entusiasmo, y con paciencia, mucha paciencia…



[1] Vid. Rof Carballo, J. (1987): Violencia y ternura. Colección Austral. Espasa Calpe.Madrid.

[2] Marina, J. A. (2004): Aprender a vivir. Ariel. Barcelona.

[3] Vid. de José Antonio Marina: Teoría de la inteligencia creadora; Etica para náufragos; El laberinto sentimental; La lucha por la dignidad o La inteligencia fracasada o Los sueños de la razón.

[4]  Díaz Aguado Mª J. (1999): Aprendizaje cooperativo y educación intercultural. Psicología Educativa 5,2. pp. 140-200.

.....Díaz-Aguado, M. J. (1996): Escuela y tolerancia. Pirámide. Madrid.

[5] Delors, J. (1996): La educación encierra un tesoro. Santillana. Madrid.

[6] González Lucini, F. (2001): La educación como tarea humanizadora. Anaya. Madrid.