Carballo,
ya fallecido, quien en su maravilloso libro “Violencia y ternura”
explicitó el concepto de “urdimbre afectiva”, esa red, ese mapa,
esa cartografía de los afectos y de los sentimientos, forjado en primer
lugar en la familia, con el cariño y el amor, luego reforzado en la
escuela. Son los poderosos anticuerpos que nos protegen, que nos previenen,
frente a las violencias, son su mejor antídoto.
El
filósofo español, José Antonio Marina,
insiste en sus publicaciones y en sus conferencias en que la ternura
es incompatible con la prisa. Para el cariño, para construir el mapa
de los afectos, necesitamos cuidado, calma, tiempo... precisamente lo
que más nos falta en esta sociedad enloquecida.
José
Antonio Marina, que tanto tiene estudiado la llamada inteligencia emocional,
la nueva inteligencia, afirma, de una manera ciertamente provocadora,
que la escuela no es inteligente, porque entre las componentes de la
nueva inteligencia destaca la capacidad para resolver conflictos. Como
la escuela dedica muy pocos espacios y tiempos a resolver conflictos,
concluye Marina, la escuela no es inteligente.
Y
con la misma provocación continúa interpelándonos al profesorado: ¿queremos
centros educativos inteligentes o centros educativos estúpidos?.
María
José Díaz Aguado,
que tanto ha investigado sobre la conflictividad y la violencia entre
iguales, destaca varias paradojas de la escuela actual.
Por
una parte, al tiempo que resalta que vivimos en una época de máxima
información, especialmente en el mundo occidental, con una auténtica
revolución en las comunicaciones, parece que existen más dificultades
que nunca para entenderse, a uno mismo y a los demás, a los más próximos.
Una
segunda paradoja tiene que ver con una escuela, se refiere a la escuela
tradicional, que está al margen de la vida real, con el ojo puesto permanentemente
en el espejo retrovisor, en el pasado, cuando nuestra tarea es preparar
a las personas para el futuro. Muchas veces educamos al alumnado para
un mundo que ya no existe, en unos valores, en unos comportamientos,
en unas normas, que son pasado, que están superadas por la propia sociedad.
Así, insistimos en la necesidad imperiosa de educar para la ciudadanía
democrática a nuestros niños y jóvenes, imprescindible, más cuando estamos
viviendo en tiempos de incertidumbre, de falta de referentes, de certezas,
o precisamente por eso.
Además
la escuela tiene que afrontar nuevos y grandes desafíos para los que,
en muchos casos, no está preparada. Nos referimos al desafío de la interculturalidad,
el desafío de las desigualdades de género o la violencia, una violencia
que está en el lenguaje, que es verbal, que es gestual, pero que también
es real, como el abuso o el acoso escolar, y que forma parte casi consustancial
de la propia sociedad, la cultura de la violencia, la apología de la
violencia, la legitimación de la violencia, el recurso a la fuerza para
imponer criterios e intereses.
Los
educadores y las educadoras para la paz estamos obligados a intervenir
en nuevos ámbitos educativos, tanto en la educación formal como la no
formal, la educación no reglada, y comprender que el ocio y el tiempo
de descanso, por ejemplo, son también educativos.
Debemos,
a su vez, dirigirnos a las familias, a los padres y a las madres, favorecer
realmente su participación, destacar su labor, su enorme responsabilidad,
sobre todo, en los primeros años, a la hora de transmitir valores positivos,
hábitos de saber, interés por la vida, normas de comportamiento y de
conducta, autoestima, esperanza, ilusión, optimismo.
Debemos
tener presentes a los medios de comunicación y su enorme influencia,
tejer complicidades con ellos para que se conviertan en difusores de
los valores de una cultura de paz.
Y
tener muy en cuenta las pantallas, las múltiples pantallas a través
de las que también se educan (y se maleducan) nuestros hijos, nuestros
alumnos, y desde la perspectiva de que la educación será cada vez más
a lo largo de toda la vida, porque como afirma J. Delors,
efectivamente, “la educación encierra un tesoro”.
Otra
educación es posible
Creo
sinceramente que los docentes debiéramos tener mucho más presentes los
fines de la educación, incluso en un gran mural en un lugar destacado
del aula, para no olvidarnos, para ser capaces de poner en cuestión
nuestras rutinas, nuestras prácticas, nuestros contenidos, nuestras
metodologías, al menos, de cuando en vez...
Todas
las leyes educativas de los países democráticos, así como las grandes
declaraciones internacionales, colocan en primer lugar, como gran fin
de la educación, “el pleno desarrollo de la personalidad humana”.
A su lado, aparecen fines tan relevantes como la formación en el respeto
por los derechos y las libertades fundamentales, la adquisición de hábitos
intelectuales y técnicas de trabajo, así como conocimientos... la capacitación
para el ejercicio profesional, la formación en el respeto por la pluralidad
lingüística y cultural, la formación para la paz, la cooperación y la
solidaridad entre los pueblos, por citar tan solo algunos de los más
significativos fines de la educación.
Sin
embargo, lamentablemente, como sabemos, la realidad educativa actual,
me referiré a España (y creo que es una descripción bastante extrapolable)
se caracteriza por destacar, esencialmente, los saberes más académicos
y racionales, las materias clásicas del currículum, la súper especialización,
la división en compartimentos estancos del saber en materias o asignaturas,
los métodos más discursivos y verbalistas...
Olvidamos
con demasiada frecuencia los componentes afectivo-emocionales, las relaciones
interpersonales, la solución pacífica de los conflictos, el trabajo
cooperativo...
Por
eso algunos autores hablan de reinventar la escuela, de la necesidad
y urgencia de una auténtica revolución educativa (José Antonio Marina)
o de humanizar las áreas (Fernando González Lucini)
en la perspectiva de otra educación posible, una educación mucho más
global, crítica, emancipatoria, no sexista, solidaria, cooperativa,
que evite la exclusión, transformadora...
Y
precisamente una de las bases fundamentales de esa nueva educación posible
sería, sin duda, lo que llamamos el currículum de la no violencia,
un modelo que tendría como centro, obviamente, desde nuestra perspectiva,
los derechos humanos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Hoy
aun nos sorprendemos cuando preguntamos a alumnos y alumnas de Magisterio
(Facultad de Educación), en su último año de preparación para convertirse
en maestros y maestras, sobre cuántos trabajaron alguna vez, en su larga
experiencia como alumnado (infantil, primaria, secundaria, bachillerato,
universidad) los derechos humanos en el aula. Las respuestas, hoy en
día, siguen siendo descorazonadoras. En grupos de 30 alumnos, a penas
cuatro o cinco levantan la mano para confirmar que en alguna ocasión
trabajaron la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Incluso
cuando preguntamos a futuros maestros que nos indiquen cuántos artículos
creen que tiene la citada Declaración, sus contestaciones son de lo
más curioso. Muchos piensan que los Derechos Humanos son como una Enciclopedia,
con un sin fin de artículos, de tan difícil comprensión como lejanos
de sus propias vidas...
Un
buen diagnóstico
En
consecuencia, la labor es mucha a la hora de difundir, sensibilizar,
practicar los derechos humanos, sobre todo, para abordar la conflictividad
y la convivencia en la escuela, para prevenir la violencia, el acoso,
el matonismo, el machismo.
Antes
que nada, debemos reconocer sus causas, hacer un buen diagnóstico de
la situación de nuestro propio centro, de nuestra aula, del nivel de
violencia detectable, teniendo muy presente su opacidad, y analizando
el caldo de cultivo que la alimenta: la exclusión social, la injusticia,
la violencia familiar, la ausencia de normas, la objeción escolar, la
banalización de la violencia, la ausencia de modelos positivos y solidarios,
la carencia de afectos y de sentimientos, las desestructuraciones familiares,
la permisividad desmedida, la superprotección... al objeto de abordarlas,
interviniendo, no mirando para otro lado, sino con acciones que afronten
sus manifestaciones: el machismo, el matonismo, el sexismo, el racismo,
la intolerancia, el pandillismo...
Entre
los objetivos curriculares no violentos tendríamos que darle un mayor
protagonismo al alumnado, educar y trabajar su autonomía y su responsabilidad,
favorecer la integración de todos y de todas en el sistema escolar,
promover cambios cognitivos, afectivos y de comportamiento, fomentar
la empatía y el respeto, educar en los valores cívicos y democráticos,
construir la democracia en la escuela, practicarla, colaborar más y
mejor con las familias y con la sociedad, innovar, y cuidar con mimo
el clima escolar.
Para
romper el ciclo de la violencia debemos establecer vínculos afectivo-emocionales
no violentos, apelar, como reiteramos, directamente a los sentimientos.
Propiciar un compromiso explícito de no reproducir con los propios hijos
o con el alumnado la violencia sufrida, en su caso. Y fomentar las habilidades
para la resolución pacífica de los conflictos.
Para
ello sería muy conveniente que los docentes nos hagamos, de vez en cuando,
más preguntas a nosotros mismos, a nosotras mismas. Por ejemplo: ¿por
qué un alumno o una alumna se aburren en clase, por qué promueven conflictos
permanentemente?
¿Buscamos
estrategias para integrarlos? ¿Los rechazamos, los excluimos, los marginamos?
¿Sabemos
escuchar los docentes? ¿Practicamos la escucha activa?
Debemos
continuar promoviendo la educación y la cultura de la paz entre el profesorado,
en las aulas, en las familias, en los media, en las instituciones, en
la sociedad, debemos convencernos de que tenemos que intervenir mucho
más, rechazar la parálisis o la resignación.
Debemos
establecer redes cada vez más poderosas, construir la sociedad civil
global y mundializar los derechos humanos, la auténtica Biblia laica
de la contemporaneidad.
Pero
sobre todo, créanme, hacerlo con entusiasmo, con mucho entusiasmo, y
con paciencia, mucha paciencia…